Madrid/“El Partido Comunista de Cuba debe exigir la destitución de su primer secretario y presidente del país, así como la de Manuel Marrero Cruz”. Así, sin anestesia ni rodeos, la psicóloga oficialista Suzanne Felipe exigía desde su muro de Facebook las cabezas de Miguel Díaz-Canel y del primer ministro, por su cercanía con el defenestrado Alejandro Gil. Lo más llamativo no fue su audacia, sino la avalancha de corazones, pulgares en alto y comentarios de apoyo de otros perfiles “revolucionarios”.
La escena habría resultado impensable hace apenas un quinquenio. Pero en la Cuba de hoy, donde el derrumbe económico ha vuelto cotidiana la corrupción, la oscuridad y la desesperanza, hasta las clarias –ese ejército digital que antaño defendía ciegamente la “continuidad”– parecen haber perdido la fe en el ungido Díaz-Canel.
Cuando la Fiscalía General publicó el rosario de delitos graves que se le imputan al ex ministro de Economía, muchos interpretaron la noticia como una maniobra de distracción, una “cortina de humo” para tapar los destrozos que dejó la tormenta Melissa en el oriente del país. Pero el humo, esta vez, se les metió en los ojos a los propios bomberos del régimen.
El caso Gil amenaza con convertirse en un huracán político mucho más devastador que Melissa
El caso Gil amenaza con convertirse en un huracán político mucho más devastador que Melissa, arrasando la ya precaria imagen del establishment y desatando lo que algunos han bautizado con sorna como “la rebelión de las clarias.”
Si el anuncio pretendía distraer, para ocultar la extendida noción de régimen fallido, salió pésimo. Ni los helicópteros militares rescatando familias incomunicadas ni las coreografiadas notas del Noticiero Nacional lograron imponer un relato distinto. En las propias filas del oficialismo, el tema de conversación es uno solo: ¿quiénes eran los cómplices de Gil y hasta dónde llegan las lealtades podridas? El supuesto delito de “espionaje” de una figura de alto nível –una acusación rarísima en la historia reciente del castrismo– solo alimenta la sensación de que algo se ha roto en el núcleo duro del poder.
Las grietas internas ya venían calentándose desde antes, cuando La Habana se atrevió, tímidamente, a rendir tributo a otro huracán caribeño: Celia Cruz. En la Fábrica de Arte Cubano (FAC), epicentro del arte independiente tolerado a medias, se organizó una exposición, un performance de desagravio después de una censura, y hasta una estrella en honor a la Reina de la Salsa. Fue suficiente para que la línea dura montara en cólera.
En su grupo de Facebook, Rodrigo Huaimachi –un chileno proletario, perdón: propietario, radicado en La Habana– se rasgaba las vestiduras revolucionarias y amenazaba a la FAC con represalias populares: “Tendrán que rectificar, o será el pueblo quien tendrá que tomar las medidas.” El tono era más castrista que el del propio Castro. Uno de sus seguidores incluso propuso destruir “a mandarriazos” la estrella dedicada a la Guarachera de Cuba.
Ante la indiferencia del club y galería –levantado, no por azar, sobre las ruinas de una vieja fábrica de aceite– Huaimachi amplió su ofensiva. Su nuevo blanco fue Carlos Miguel Pérez Reyes, diputado y empresario mipymero, acusado de tibieza ideológica por opinar con demasiada prudencia sobre Celia Cruz. También cayeron en la hoguera Haila María Mompié, por organizar una misa en honor a la cantante, y el propio ministro de Cultura, Alpidio Alonso, acusado de hacer “mutis por el fondo”.
Ni los más fieles propagandistas escaparon a los mandarriazos. Hasta Pedro Jorge Velázquez, alias El Necio, habitual defensor de la línea oficial, fue despellejado por el chileno, quien lo calificó de “caza likes, sin preparación política y con un profundo mareo ideológico”.
El aparato del Partido, acostumbrado a controlar el relato, se enfrenta a una rebelión digital de sus propias criaturas
El trovador Raúl Torres, cantor de entierros oficiales y autor de un par de buenos temas, tampoco quiso quedarse fuera del show. Se quejó en redes de que sus proyectos estaban engavetados por culpa de una “burocracia gusanil” y casi reclamó su propia estrella. En un arrebato de fidelismo performático, sentenció: “Más temprano que tarde se enterarán de que aquí nadie que no sea de Fidel, de Raúl y de Díaz-Canel… va a coger cajita.”
Pero el verdadero epicentro del sismo sigue siendo el caso Gil. Su abrupta caída, la nebulosa acusación de espionaje y la censura informativa que lo rodea han desencadenado una tormenta política de categoría 5 dentro del oficialismo. El aparato del Partido, acostumbrado a controlar el relato, se enfrenta a una rebelión digital de sus propias criaturas, que ahora dudan, se enfrentan y, lo más grave, se salen del guion.
La “unidad monolítica” proclamada por el régimen se resquebraja a la vista de todos. Ya no son los tiempos donde controlaban la narrativa –como en el caso Ochoa–, ni logran amordazar a los familiares de los caídos en desgracia –como en tiempos de Carlos Lage y Felipe Pérez Roque–. Ahora cualquiera tiene un teléfono donde puede quebrar el silencio y amplificar sus opiniones.
Las clarias –esas criaturas anfibias que viven en el fango– han comenzado a saltar fuera del estanque. Si algo deja claro esta nueva tormenta es que el castrismo, en su versión decrépita y reciclada, ha perdido el monopolio de la fe. Y cuando los creyentes empiezan a dudar, los templos se vacían más rápido que las bodegas.
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