La Habana/En la calle Conill, en Nuevo Vedado, hay un olor que impide ver el paisaje. Un hedor espeso que invade la acera donde cada mañana pasan, casi en tropel, los estudiantes del preuniversitario José Miguel Pérez. Desde hace meses, la pestilencia brota como un aviso, un recordatorio cotidiano de que las aguas albañales no entienden de horarios ni de rutinas. El oscuro riachuelo surge de una alcantarilla colapsada y serpentea calle abajo.
El agua sale por los huecos y los bordes de la tapa metálica, arrastrando a su paso bolsas y basura. En su trayecto, el líquido viscoso ha ido conquistando terreno hasta toparse con los rieles del ferrocarril que llegan hasta la estación 19 de Noviembre, de la calle Tulipán: en parte de la línea, la mezcla de fango, grasa y excremento ha formado un lodazal que amenaza tanto la nariz como el metal.
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La imagen del lugar este sábado habla por sí sola: un grupo de trabajadores, con las botas hundidas hasta el tobillo en el lodo fresco, usan sus palas para remover una tierra que huele a baño público. A su alrededor, los charcos reflejan un cielo azul que parece incompatible con el desastre bajo los pies de los empleados.
Una brigada se embarca en lo que parece una misión imposible: proteger la línea férrea. No tienen bombas, no tienen tuberías nuevas ni herramientas para rehacer la red de alcantarillado. Solo cuentan con palas, botas de goma y paciencia. Su “solución” —si puede llamársele así— es abrir una zanja bajo los raíles para desviar el agua y evitar que la estructura termine moviéndose al perder la solidez en la base. Una especie de canal improvisado que, con suerte, mantendrá a raya la humedad por unos días… o por unas horas.
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Mientras ellos cavan, el olor se hace más fuerte bajo el sol del mediodía. Y la ironía también: en una ciudad que enfrenta un repunte de virus respiratorios y digestivos, con hospitales abarrotados y farmacias sin medicamentos básicos, este flujo constante de aguas negras parece una provocación directa.
Los vecinos ya no se sorprenden. Aprendieron hace tiempo a convivir con las “soluciones temporales”, esos remiendos que llenan discursos y partes de prensa pero que nunca llegan al corazón del problema. La rutina consiste en parchear, desviar, tapar, rellenar, volver a abrir, volver a tapar. Como si la ciudad entera viviera sometida a un ciclo infinito de reparaciones cosméticas que no curan, sino que cronifican. Una Habana donde la vida transcurre entre vertidos de aguas negras y el paso lento de un tren que, con suerte, logrará avanzar sin hundirse en el lodazal.
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