San José de las Lajas/La noche avanza con una lentitud que a Mayda le desespera. Desde las seis de la tarde su pequeña vivienda de la Avenida 42, en San José de las Lajas (Mayabeque), queda sumida en una oscuridad espesa que convierte cada rincón en terreno fértil para los mosquitos. En el interior se distinguen unas pocas formas: un cubo para almacenar agua, una cama y un sillón quedan apenas iluminados por el resplandor que entra desde una cercana vivienda con generador propio.
Mayda dedicó 25 años al Ministerio de Educación, pero su chequera no le permite comprar una lámpara recargable, mucho menos una planta de generación eléctrica. Con suerte consigue una vela en el mercado informal por menos de 100 pesos. “Si quiero coger un poquito de luz tengo que sentarme casi en la acera y esperar que pase un carro”. Bajo la luz de esos esporádicos faros realiza algunas tareas.
“A veces me llevo el plato para allá afuera para, al menos, no comer en la oscuridad”, cuenta a 14ymedio mientras se espanta los insectos de sus piernas con una toalla desgastada. “Cada familia trata de alumbrarse como puede y al menos a mí me llega algo de esa casa que tienen planta y un bombillo en el portal”.
“Los que dejan la puerta abierta pasan la noche a la expectativa de ladrones y de mosquitos. Los demás se encierran con miedo”
Las imágenes nocturnas del pueblo confirman sus palabras. Las viviendas aparecen como islas iluminadas en un mar de oscuridad. Algunas tienen lámparas recargables colgadas en los portales; otras quedan totalmente a oscuras. En una cocina iluminada por un par de velas una familia cena en silencio. A pocos metros, otra vivienda sirve como una especie de refugio improvisado donde los vecinos se turnan para cargar teléfonos y conversar un rato mientras pasa la peor parte del apagón.
Para Rodolfo, trabajador de Salud Pública, la desigualdad que generan estos cortes eléctricos se vuelve cada vez más evidente. “La inmensa mayoría de las casas están completamente a oscuras”, lamenta. “Los que dejan la puerta abierta pasan la noche a la expectativa de ladrones y de mosquitos. Los demás se encierran con miedo”.
Él mismo no ha podido comprarse un ventilador recargable. “Mi madre sí puede, porque mis hermanos desde España mandaron el dinero. Yo tengo dos niños de 8 y 10 años. Se me parte el alma verlos empapados de sudor en la madrugada”.
La vida cotidiana se ha reordenado según el horario de los apagones. Un joven de 15 años confiesa que sus padres le han impuesto un límite para visitar a su novia en la Micro 1. “Tengo que volver temprano porque caminar por aquí de noche es un peligro. Los huecos no se ven y uno se cae fácil. Hay que ir por donde haya alguna lámpara en el portal, y avanzar con esos reflejos”. En la calle, un coche tirado por un caballo avanza lentamente, guiado casi a tientas.
“Aquí hay casas donde no se ven ni las manos. Están ahí, pero es como si no existieran”
Yandro, nacido y criado en San José de las Lajas, explica que los cortes han llegado a durar hasta 20 horas seguidas. “A veces no me da tiempo ni a cargar el teléfono”, asegura. “Cuando el vecino enciende la planta, al menos tengo algo de claridad en el portal. Pero él dice que la gasolina está demasiado cara para prenderla todos los días”. Alrededor suyo, el barrio está dividido entre quienes pueden costear alguna alternativa y quienes simplemente esperan a oscuras. “Aquí hay casas donde no se ven ni las manos. Están ahí, pero es como si no existieran”, añade.
Algunas personas se sientan en los portales a conversar bajo la luz tenue de un bombillo conectado a una batería. Otras casas tienen apenas una linterna alumbrando el interior de una sala donde una mujer mayor se abanica contra el calor. Todos los gestos parecen concentrados en resistir la noche.
Para este lunes la oscuridad volverá a cebarse en la localidad. La Unión Eléctrica ha pronosticado un déficit que alcanzará los 1.995 megavatios (MW), la cifra más alta en semanas. En San José de las Lajas, ese número ya anuncia otra noche como tantas: largas, densas y silenciosas, donde la vida se reduce a esperar la próxima ráfaga de luz, aunque provenga del paso fugaz de un automóvil.
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