San Salvador/Una jurista bielorrusa, Alena Douhan, acaba de visitar Cuba por diez intensos días, en calidad de relatora especial de la ONU “sobre las repercusiones negativas de las medidas coercitivas unilaterales en el disfrute de los derechos humanos”. Y así de largo como resulta enunciar el mandato recibido por esta funcionaria, así de corta ha sido su mirada sobre la realidad política, económica y social de la Isla. Para ella, las sanciones económicas de Estados Unidos impuestas a Cuba son la principal causa de sus numerosos problemas. Temas como la represión que ejerce el régimen, la ausencia de Estado de derecho o el centralismo económico no tienen cabida en la agenda de Alena Douhan.
El caso de esta relatora especial es todo un emblema de la distorsión de fondo que subyace en las entrañas mismas de la Organización de las Naciones Unidas. Gobiernos totalitarios, como el cubano, encuentran numerosas rendijas por las cuales escapar de la mirada crítica del organismo, mientras en paralelo aprovechan todas las oportunidades que ofrece el mismo sistema para burlarse de los principios que en teoría le dan vida.
Examinemos el oportuno ejemplo del cargo de esta Relatoría Especial que ahora ocupa Douhan. Fue creado en 2014 a petición de Irán, una teocracia, con el propósito de informar sobre las medidas económicas adoptadas por algunos países contra otros. En el seno del Consejo de Derechos Humanos de la ONU, la moción fue aprobada por algunos Estados que distan mucho de ser modelos de respeto a la dignidad humana, como Venezuela, Rusia, Cuba, China, Pakistán, Congo y Filipinas, entre otros.
La moción fue aprobada por algunos Estados que distan mucho de ser modelos de respeto a la dignidad humana, como Venezuela, Rusia, Cuba, China, Pakistán, Congo y Filipinas, entre otros
¿Y para qué ha servido, en la práctica, esta Relatoría Especial? Para unir su voz al coro ideológico que trata de neutralizar las continuas denuncias de violaciones a los derechos humanos en países dictatoriales. Exactamente lo que ha hecho Alena Douhan al insistir en el embargo contra Cuba y omitir las evidentes responsabilidades del régimen cubano en su actual crisis social.
De hecho, desde que fue nombrada en ese cargo en 2020, esta académica de la Universidad Estatal de Bielorrusia, nación gobernada por Aleksandr Lukashenko, otro dictador, no ha hecho más que asumir demencia frente a lo obvio. En Venezuela, Irán, Zimbabue y China cumplió la misma misión: se alineó al discurso oficial de los respectivos gobiernos y les otorgó los “argumentos” que necesitaban para limpiar su imagen ante el Alto Comisionado de la ONU.
La relatoría sobre sanciones, por supuesto, no es la única herramienta con que cuenta el Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas para tener una mirada amplia en relación a lo que sucede en Cuba, Venezuela o Zimbabue. El problema es que los relatores sobre torturas, detenciones arbitrarias, libertad de expresión o independencia judicial, cuyos mandatos también proceden del Alto Comisionado, nunca consiguen visitar esos países para elaborar sus informes. La dictadura cubana, por ejemplo, mantiene las solicitudes de estas relatorías en vilo por varios años, a veces incluso sin responderlas, lo que obliga a que la documentación sobre violaciones a derechos humanos deba hacerse a la distancia.
Cuando el Consejo se reúne por fin para deliberar sobre estas recopilaciones —como hará en 2026—, los informes terminan obstruyéndose entre sí, siendo aceptados o rechazados de acuerdo a la composición ideológica del Consejo y a los votos emitidos por sus miembros, no siempre favorables a la libertad y la democracia.
Y así funciona la ONU, a veces sirviendo a los principios para los que fue creada y a veces desentendiéndose de ellos, realizando movimientos de cintura que harían suspirar al futbolista más prodigioso.
En marzo próximo, por cierto, se cumplirán veinte años de la sustitución de la antigua Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas por el actual Consejo
En marzo próximo, por cierto, se cumplirán veinte años de la sustitución de la antigua Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas por el actual Consejo. En ese momento, en 2006, se aseguró que la nueva entidad vigilaría por “la universalidad, objetividad y no selectividad” de la protección a estos derechos, pues la vieja estructura había llegado al colmo de tener en la presidencia a la Libia del coronel Muamar Gadafi.
Pero el prestigio del Consejo no ha sido mejor que el de su antecesora. Cuba ha formado parte del organismo en demasiadas ocasiones, sin tener la autoridad moral necesaria para ello. Lo mismo cabe decir de naciones como Sudán, Gabón, Eritrea, Kazajistán o Uzbekistán, por solo mencionar a otras naciones sumidas en el despotismo que han sido miembros del Consejo.
Esta es la razón por la cual la ONU sobresale en sus condenas a ciertos países, pero calla frente a verdaderos horrores que están a la vista del planeta entero. Costó muchísimo que el Consejo suspendiera por fin a Rusia, después de varios años de denuncias sobre las actividades represivas de Vladimir Putin. Cuando en China se puso tras las rejas a más de un millón de uigures musulmanes por motivos raciales y religiosos, el Consejo no dijo nada. Las niñas somalíes, mayoritariamente sometidas a la mutilación genital, tampoco han merecido la atención debida, igual que las minorías cristianas en África, los kurdos en Turquía, los disidentes en Venezuela o la esclavitud contra la población negra en Mauritania.
Cuando nos preguntemos por qué la organización que teóricamente vela por la paz y la dignidad humana padece de mudez y sordera selectiva, recordemos quiénes componen sus estructuras internas y a qué ideas políticas responden.
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