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El hijo de Céspedes

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Madrid/Tras la caída de Machado, el embajador Welles recibió cálidas felicitaciones del secretario de Estado norteamericano y del propio presidente Roosevelt. “Todo está bajo control”, reportó airoso, aunque la realidad era bien distinta.

Hubo más de mil muertos y trescientas casas fueron saqueadas. El embajador británico fue un poco más sincero con su Gobierno, calificando la situación como “horrible”. Lleno de espanto, reportaba cómo habían arrasado la casa de un senador, vecino y amigo suyo. La gente pobre había venido a llevarse chales y gramófonos, mientras la gente rica cargó con armarios Luis XV y sillas doradas. En las calles sonaban tambores y disparos contra cualquiera que fuese considerado miembro de La Porra machadista. Y no faltó quien, aprovechando la histeria colectiva, disfrazó alguna venganza personal de ropajes políticos.

Asumía la presidencia provisional un hombre de apellido ilustre: Carlos Manuel de Céspedes y Quesada, hijo del Padre de la Patria. El mismo día que Machado se fue, Céspedes Junior cumplía 62 años. Había nacido en Nueva York junto a su hermana gemela, sin que ninguno de los niños llegase a conocer nunca a su padre. El único contacto cercano con su progenitor eran unos mechones de pelo que el propio Céspedes se cortaba y les enviaba en cartas.

Carlos Manuel se educó entre Estados Unidos, Alemania, Suiza y Francia, donde se licenció en Derecho Diplomático. Llegó a publicar una biografía sobre su padre en 1895. Pero al saber que la lucha por la independencia había recomenzado, decidió volver a Cuba y alistarse en la guerra de Martí. Acabó con el grado de coronel y participó en la redacción de la última Constitución mambisa. Más tarde sería representante de la Cámara, embajador en varios países y secretario de Estado bajo la presidencia de Zayas. O sea, no era ni un desconocido, ni un simple “hijito de papá”, ni un improvisado, pero tenía otras muchas cosas en su contra.

Al Gobierno de Céspedes lo llamaron “el gabinete de las sombras”

Si bien Carlos Manuel reunía todas las condiciones para ser el mejor canciller posible, ser presidente de un país implica otras cualidades, máxime si se trata de un país sumido en el caos y la anarquía. El hijo de Céspedes era demasiado gris para un país donde estaban de moda los colores chillones. A su Gobierno lo llamaron “el gabinete de las sombras”. Y cuentan que, cuando recibía a alguien en su casa, si el visitante era más alto que él, se sentaba enseguida, para disimular su baja estatura. Carlos Manuel era visto por la gente como un “mediador”, mientras la masa furibunda soñaba con un “revolucionario”.

El presidente, pese a todo, hizo lo que debía. Restituyó la Constitución de 1901, disolvió el Congreso de Machado, prometió elecciones y pidió ayuda económica a la gran potencia del Norte. El país necesitaba un milagro para volver a la normalidad. Y los prodigios, en la vida real, no aparecen con oraciones, sino con préstamos. Entonces desde el Norte llegó una misión compuesta por tres Reyes Magos para intentar obrar el milagro financiero. Demasiado tarde, porque otros vientos soplaban totalmente en contra del hijo del Padre.

El huracán del 33 pasó a la historia como uno de los peores ciclones de la época. Dejó 180 muertos, 600 heridos y más de 8.000 damnificados. El presidente decidió abandonar la capital para visitar las zonas destrozadas. No imaginaba que, en La Habana, unos sargentos estaban a punto de ponerle fin a su breve Gobierno.

Entre los militares se encontraba un sargento taquígrafo que había dado un encendido discurso días antes, durante el funeral de un soldado. Se llamaba Fulgencio Batista. No era el líder ni nada parecido, solo el secretario de un grupo de ocho militares, entre los que él ocupaba el quinto puesto en importancia. No obstante, con un poco de habilidad y suerte, en pocas horas el hombre de piel rojiza se hizo con el mando de la insurrección y comenzó a conspirar con estudiantes y profesores.

Cuando Batista se presentó en las oficinas de Welles, el embajador no sabía ni quién era ni tenía nada que decirle

Cuando Batista se presentó en las oficinas de Welles, el embajador no sabía ni quién era ni tenía nada que decirle. Diplomáticamente le murmuró que estaba dispuesto a recibirlo en otra ocasión. Había ocurrido un golpe de Estado sin que el embajador norteamericano tuviese la menor responsabilidad. Su estrategia había fracasado por completo. La postdictadura no quería moderados, quería radicales, aunque el caos fuera perpetuo.

Carlos Manuel, tres semanas después de haber asumido la presidencia provisional, agarró un cuadro de su padre, se lo puso bajo el brazo y abandonó el Palacio Presidencial. 

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