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¿La fiesta en paz?

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ientras el mascotismo se rasga las vestiduras frente al lomo ensangrentado de un toro de lidia en el ruedo, como si se tratara de la espalda de un peón cruelmente azotado y sufriera igual, toreros de refinada expresión y acendrado sentimiento logran transmitir, a veces, unas formas que rebasan la estética para alcanzar una inusitada delicadeza de forma y fondo, de interioridad creadora.

Curro de los Reyes fue un novillero de fino estilo que en la primera mitad de los años noventa alternó entre otros con Jorge de Jesús El Glison en plazas como Saltillo, Cuatro Ciénegas, Cadereyta y Monterrey. Pero lo más insólito de este torero, que entonces ya rondaba el medio siglo, es que al mismo tiempo era alto ejecutivo de una importante constructora en la Ciudad de México y copropietario de una ganadería de toros de lidia, por lo que no pocos lunes regresaba a su oficina en calidad de cadáver. Un día me soltó: el toreo también es ternura.

La semana pasada saludé a este incansable Curro, que jubilado y alejado de los ruedos y del campo, abundó sobre aquel concepto: “mira, lo de la ternura frente al toro casi nadie lo entiende porque a casi nadie le cabe en la cabeza algo tan contrastante como la fuerza de un animal ante la delicadeza de un trapo. Pero ojo −enfatizó−, no se trata sólo de torear con temple y largueza a un toro cuya embestida lo permita, sino de imprimir sentimiento, delicadeza y suavidad a un adorno, a la sucesión de estos o a un remate”.

“Esta ternura demanda –agregó entusiasmado Currito− un corazón tierno consigo mismo, con el toreo y con el animal; una actitud creadora que, paradójicamente, requiere de un modo maduro de sentir, de una añeja conciencia alejada tanto de la brusquedad como de la blandura, y que permita consentir y mimar esa suerte, a ese toro y a quien la ejecuta. Se trae o no se trae, porque exige una elevada autoestima por uno mismo, opuesta a la fragilidad complaciente, y no nada más por experiencias acumuladas sino por el atrevimiento de asomarse al propio misterio de ser y hacer” −remató garboso este singular Curro de los Reyes.

Como dijo el catedrático: una cosa es ser positivos y otra, muy diferente, hacerse pendejos. De unas décadas para acá la rumbosa Feria Nacional de San Marcos muestra en materia taurina una paulatina decadencia en lo que a combinación de ganado y alternantes se refiere debido a la idea de anteponer intereses particulares de espaldas al engrandecimiento de esa feria y de la fiesta en nuestro país. De manera que en cuanto organizadores y figuras se animan a salirle al toro bravo sin adjetivos, la feria recobra grandeza y seriedad referencial.

El cronista y comunicador hidrocálido Sergio Martín del Campo escribió este viernes 26: “Don Sergio Lomelí, el titular de Corlomé, ha dado una lección ganadera aplastante. Porque su enrazado encierro aplastó el cursi, empalagoso e hipócrita mito del ‘toro artista mexicano’ y aplastó, por muchos momentos, hasta a los propios alternantes de la séptima corrida de la feria de San Marcos, cuyo cartel atrajo a un público que hizo registrar en los escaños del coso Monumental, tres cuartos de entrada. La fiesta es brava, no mansa, ha declarado en múltiples ocasiones el ganadero Lomelí, enamorado perdidamente de la bravura, única que podría salvar lo que va quedando de espectáculo taurino”, concluye Martín del Campo. Lo triste es que en Aguascalientes encierros como el de Corlomé son excepción y no regla. El monopolio no corrige, gremios y gobierno tampoco, el público acude menos y casi todos contentos.

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