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Los que se quedan en Cuba

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Cientos de miles de cubanos han podido salir de la Isla en 2023 rumbo a Estados Unidos gracias al parole humanitario; otras decenas de miles, rumbo a España gracias a la nueva Ley de Memoria Democrática. Mientras el país se vacía, las calles se quedan con ciudadanos de rostro cada vez más pobre, cada vez más anciano, cada vez más desesperanzado.

Si a ese rostro hubiera que ponerle un solo color, sería sin duda oscuro. Porque los más desdichados de Cuba han sido siempre los mismos, antes y después de 1959 y hasta ahora, en mitad de la estampida imparable: la población negra.

Son patentes en cualquier ciudad de Cuba, en las filas de bodegas cada día más escasas, sentados en las aceras pidiendo limosna, rebuscando en los botes de la basura. No pocos de ellos, hace mucho, sirvieron al régimen con entusiasmo, pero hoy la Revolución, inexorablemente fracasada, les da la espalda y los deja a su suerte, como perros callejeros.

Otros no son ni negros ni ancianos, pero aun así no han querido o no han podido irse de la Isla. Ernesto, vecino de Centro Habana de unos 40 años, lo tiene difícil porque no tiene a quien pedir “patrocinio” desde EE UU ni antepasado español por el que optar a la “ley de nietos”. Músico otrora exitoso no solamente en el teatro sino en espectáculos turísticos, sobrevive haciendo trabajos dispares como repartir comida para un negocio privado. Vive en un edificio en precario equilibrio, pero no tiene dinero ni manera de mudarse. Confía en su fortaleza natural y en cierta fe en algo más. “Yo siempre digo que Dios tiene que tenerme deparado algo, no sé qué, pero aquí me tengo que quedar”.

La emigración estuvo muy cerca en el caso de Alberto, un joven cienfueguero de 22 años, pero no ha sido posible todavía. Se anotó junto a sus padres y su hermano en el parole humanitario desde el mismo mes de enero en que se anunció su entrada en vigor. En abril pasado, a su familia le llegó la notificación de que habían sido aceptados, pero su nombre no venía incluido en el correo electrónico en que les comunicaron la buena nueva. Sigue en la Isla, pero ahora, en lugar de vivir en la antigua casa señorial que era de sus abuelos, se está quedando en el sofá de una tía, pues sus padres vendieron la casona antes de irse. Su familia, con la que habla dos veces al día, le insiste en que debe esperar que se resuelva su caso, pero en las últimas semanas ha valorado salir por Nicaragua o usar otras vías para emigrar. Por primera vez en su vida, pasará unas Navidades sin sus padres y su hermano, que evitan mandarle fotos de los festejos que ya van teniendo del lado de allá, en Miami, para no alimentarle el gorrión, la nostalgia.

Emelia, una jubilada de Salud Pública de 78 años, se siente “fuerte todavía” pero no piensa emigrar. Sus dos hijas y sus nietas se han ido en los últimos dos años, ya sea a EE UU o a España, pero no quiere ser una carga para ellas en un momento en que todavía están “levantando vuelo” en su camino migratorio. Otra razón es que se resiste a dejar la casa familiar, que ha quedado bajo su único cuidado. En las cercanías de la calzada del Cerro, en La Habana, es la vivienda que compraron sus padres cuando se casaron y donde ella nació. Aunque podría venderla y usar el dinero para adquirir “un apartamento que sea como una casa de muñeca, con todo nuevo”, se considera guardiana de un legado familiar. En estos días de lluvias las filtraciones no la han dejado dormir en el primer cuarto de la vivienda, pero tiene cuatro más… todos vacíos.

La inmensa mayoría de los emigrantes son jóvenes, profesionales o pequeños empresarios, aquellos a los que el Gobierno de la Isla no dejó florecer, o que directamente fueron acosados y perseguidos por resultar incómodos. Todos ellos, fuerza de trabajo, empuje y motor, de los que ya se benefician otros países distintos al que los vio nacer. La alegría por cada ciudadano de la Isla que alcanza la libertad deja una pregunta amarga: ¿quién quedará para construir una nueva Cuba?

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